domingo, 20 de enero de 2008

Slasher

Los 80s fueron víctima de uno de los resurgimientos más profundos en cuanto a géneros cinematográficos se refiere. El cine de terror irrumpió de nuevo con fuerza y retornando, quizá, a la inocencia de la que gozó en la plenitud de la ciencia ficción de los 50s. Si en la década anterior el cine de terror se acabó de materializar como un género, no sólo de puro pasatiempo sino, como algo más complejo y psicológico, en los 80s volvió a convertirse en el pasto de masiva audiencia juvenil.

Podríamos resumir, en líneas muy generales, que el cine de terror en los 80s tuvo como máximo exponente (al menos, en cuanto a cantidad de producciones y correspondientes éxitos) el subgénero, de recién gestación por entonces, Slasher. Éste consistía en la simpleza argumental de un asesino en serie (casi siempre oculto tras algún disfraz o máscara singular) que iba acabando con las jóvenes vidas de inocentes muchachos que dedicaban su tiempo a fumar ridículas dosis de marihuana y a la práctica de sexo precoz (seguramente sin precaución). Visto así, el asesino podría considerarse como el alter ego de la sociedad conservadora que es la estadounidense, y muchos de los jóvenes (público en potencia de estas películas), sentirse, de una manera u otra, identificados con las victimas del film.

Se puede decir que esta corriente empezó ya en los 60s con la película Peeping Tom (“el fotógrafo del pánico”, 1960) de Michael Powell. En ella, el director consigue plasmar los posibles miedos o traumas del espectador en pantalla a la vez que dar rienda suelta a la evolución de estos, presentando una clara obsesión por el rostro humano cuando éste (la víctima) sabe que está ante las puertas de la muerte. La impotencia y el miedo de los rostros se forman como claros pilares con los que el espectador pueda identificarse. La mirada del personaje en el cine de terror es una de las claves para percibir la complicidad con los actores cuando estos se encuentran bajo una situación extrema, cuando está peligrando incluso su propia vida y es este film una exposición clara del morbo que tanto motiva al ser humano.

El film es, evidentemente, un recorrido voyeur ante esta plasmación de la muerte y los miedos que ésta comporta al ser humano. El vouyerismo del asesino en este film es un análogo del propio público y esto queda plasmado magistralmente en la escena en la que Mark no es capaz de matar a la invidente pues esta no puede reaccionar ante su propio rostro al morir, anulando así la satisfacción o morbo del homicida, su único móbil.

Otros personajes poblaron la gran pantalla asesinando en serie como punto visceral de la historia antes de la llegada de los años ochenta. Así tenemos a personajes que han llegado al estatus de culto para muchos (y sus 2 secuelas, precuela y varios remakes con un público fiel lo confirman), Leatherface de Texas Chainsaw Massacre (Tobe Hooper, 1974) sería el claro ejemplo o, en otro caso distinto pero incluso más representativo, el éxito de taquilla de una película como Holocausto Caníbal (1979, Ruggero Deodato), por el simple hecho de venderse como un documental con el registro real de las muertes de los propios autores del film durante su viaje a una región exótica y desconocida para realizar un simple reportaje (morbo e interés que se repetirían de manera idéntica en taquillas muchos años más tarde, con el éxito de El Proyecto de la Bruja de Blair de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez).

Pero el precursor más claro de esta corriente fue sin duda el personaje de Micheal Myers en Halloween (1978, John Carpenter). Él sentó las bases de todo el cine de terror que se rodaría a continuación, además de ser durante mucho tiempo, película independiente de mayor éxito comercial. El psicópata de Myers es simplemente la encarnación del mal y siente la necesidad de matar bajo la máscara del capitán Kirk de Star Trek. Recorre su ciudad natal, en la que mató a su propia hermana cuando sólo era un niño, tras escapar del psiquiátrico cuchillo en mano asesinando a todos aquellos que se le antojan y cruzan por delante. Argumento que se repetiría en sus varias secuelas y en otras tantas sagas que surgirían más tarde como la notable Viernes 13 (Sean S. Cunningham, 1980) en la que se cambiaba la máscara de Kirk por una protectora de jockey y las calles de un cercano pueblo de clase media por los bosques del lago de Cristal. Jóvenes, pequeñas dosis de sexo no explícito, drogas y mucha sangre de manos de expertos como Tom Savini (personaje que traspasaría, gracias a su popularidad, los estudios de maquillaje y efectos para dirigir o actuar junto a gente de la talla de Robert Rodríguez). No fueron pocas pues las películas integrantes de este género, aunque no todas consiguiesen llegar hasta la gran pantalla, acabando directamente en las estanterías más casposas del videoclub del barrio, ¿para qué llevar a la novia al cine, si puedes disfrutar de la intimidad de tu casa mientras tus padres se van de fin de semana? Estaba claro que, además de un público fiel, en muchos casos, las historias sobre psychokillers tenían un objetivo oculto muy claro y quizás más sano. Razón de más para justificar el perfil tan marcado de sus espectadores en potencia.

A destacar el, en un principio anecdótico, fenómeno de censura masiva que se propagó por varios países anglosajones durante la década de los 80s, catalogando estas películas como Video Nasty (cintas repulsivas) y llegando, muchas veces, a prohibirlas rotundamente. Crecieron grandes redes ilegales de distribución de éstas, hecho que retrata el fanatismo por esta dulce chatarra en celuloide. Escapando pues, a las historias más tópicas, más bucólicas y desenfadadas (que, no por ello, eran más humanas), estos espectadores se adentraban en la parte más oscura de nuestra sociedad, en lo más repulsivo de nuestro ser, en lo más bizarro de nuestra psique, pero no por ello dejaba de ser más real e identificable. Está claro que los problemas de distribución son otro factor a tener en cuenta a la hora de reflexionar sobre el por qué de un público tan minoritario pero fiel.

Está claro que la muerte es un tema universal del que todos nos sentimos atraídos de una manera u otra pues todos tendremos que afrontarla en un momento de nuestra vida y somos conscientes de ello. Es por eso que estos macabros retratos nos puedan parecer tan atrayentes a la vez que atroces y repugnantes. Aunque sean muchos los que sientan la necesidad de taparse los ojos en las escenas más explícitas y sangrientas, el resurgimiento continuo del género demuestra que debemos, de alguna manera, saciar ciertas inquietudes animales que, en su defecto, son también humanas, como el vouyerismo o el morbo por lo desconocido, prohibido u obsceno. También sus cualidades como cine barato, sin presupuesto, al mismo tiempo que muchas veces pretencioso en cuanto a efectos y escenarios lo destaque como un arte creativo e ingenioso, aspecto con el que muchos pueden sentirse de alguna manera fascinados. Un perfecto ejemplo de esto podría ser The Evil Dead (Sam Raimi, 1982). De esta manera, los autores se aproximaban al cine de masa y comercial, cada vez más rico en efectos especiales, de una manera más artesanal e ingeniosa y, por ello, no menos creíble.

Pero estamos, además, ante uno de los géneros cinematográficos con mayor fidelidad por parte de un importante sector de espectadores. Se podría decir prácticamente que el cine de terror cuenta con el público minoritario más fiel y constante de la historia del cine. Actores llevados a la categoría de mito por sus carreras largamente dedicadas a personajes de ultratumba, realizadores categorizados como dioses de culto (como demuestra el biopic dedicado a la persona de Ed Wood de Tim Burton en 1994), iconografías inmortales, etc. Las cantidades industriales de merchandising, convenciones, tiendas, festivales especializados (como los de Sitges o San Sebastián por ejemplo) y, evidentemente todo el abanico de secuelas, precuelas y la gran cantidad de homenajes y guiños que entre las propias películas se hacen son una muestra clara. Tan sólo hace falta echar, por ejemplo, un visionado a toda la reciente saga Scream (Wes Craven, 1996, 1997 y 2000) que no deja de ser un claro homenaje a todo este cine de psychokillers ochentero, además de las citaciones directas a las propias películas. O la trilogía en clave de comedia de Scary Movie, el éxito de la cual se basa en la parodia de todas estas películas por lo que, si no formasen parte de nuestra cultura moderna, no tendrían ningún sentido como tampoco tendrían tal aceptación popular y su respectivo éxito en taquilla.

En el Slasher, como en el resto de cine de terror, nos presenta al mal en nuestra cotidianidad y de una manera reconocible a la vez que palpable en su mayoría de casos, por lo que nos resulta creíble. Los psicópatas representan la encarnación del lado más oscuro de la raza humana, lado con el que convivimos a diario pero que no por ello dejamos de temer. Tal vez ese miedo sea la respuesta a su recordatorio que la locura es una posible respuesta al caos sociológico que nos envuelve actualmente. El continúo resurgir y reinvención de estos personajes representan muy bien la inseguridad a la que nos enfrentamos en cualquier situación durante la cotidianidad de nuestros días.

por Javier Ruiz Cortés

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